– El 17 de agosto compró dos paquetes de bolsas de basura industriales, un cuchillo y cinta americana y se desplazó en autobús hasta el chalé de Pioz. Llamó a la puerta al filo del mediodía. «¿Qué haces por aquí?», preguntó Janaina. «He venido a comer con vosotros», replicó él.
– La mujer de Marcos le dejó pasar sin temer nada, preparó el almuerzo y comieron todos juntos. Al terminar, la mujer recogió la mesa y como siempre Patrick ni se molestó en ayudar, sólo observó sin mover un músculo. Cuando estaba a punto de terminar la siguió a la cocina y la atacó por la espalda. Janaina no se dio ni cuenta de por dónde le llegaba la muerte. «A partir de ahí juro que tengo un vacío. No me acuerdo de nada. No sé como maté a los niños. Soy incapaz de recordarlo», explicó Patrick. «Lo siguiente que recuerdo es que estaban los tres muertos en la cocina». Sólo le quedaba esperar a que llegase Marcos.
– Su tío Marcos se sorprendió al abrir la puerta. «¿Tú qué haces aquí?”, le preguntó a su sobrino. «He venido a comer con tu mujer y tus hijos», le respondió. «¿Y qué tal?», le insistió. «Muy bien», confirmó Patrick. «Vente conmigo para la cocina que aquí los tienes a los tres», le pidió a su tío. Marcos le siguió. La sanguinaria escena que encontró le dejó en estado de shock. Cuando todavía estaba tratando de entender quién podía haber cometido la atrocidad que sus ojos presenciaban tuvo que enfrentarse a un cuchillo que volaba hacia su cuello. Patrick lo empuñaba en la mano. Se defendió, forcejearon, pero finalmente sucumbió a las cuchilladas de su sobrino. «No quería matarlos, pero tengo un problema en la cabeza», trató de justificarse Patrick delante de los investigadores y de su abogado de oficio. «Me puede el instinto asesino. Se me mete dentro y no puedo frenarlo. Me posee una ira incontrolable».
– Después de muertos, supo que lo mejor era hacerlos desaparecer. Nadie prestaría atención a la ausencia de cuatro brasileños sin más familia que él y no se iba a denunciar a sí mimo. «Descuarticé a Marcos y Janaina porque no podía trasportarlos enteros ni meterlos en las bolsas. Fue una cuestión instrumental», explicó sin ningún arrepentimiento ni muestra de empatía. «Los embalé a todos, los dejé en la habitación más próxima a la puerta para llevármelos al día siguiente y luego limpié toda la casa. Cuando acabé, me di una ducha y me eché a dormir un rato». Sin ningún pudor se acostó en la cama de matrimonio, en la que hasta la noche anterior habían dormido sus víctimas. Los investigadores, al inspeccionar la casa, la encontraron deshecha.
– Por la mañana decidió que los enterraría, «pero me encontré con un problema. ¡Los cuerpos pesaban mucho! No tenía fuerzas ni para cargarlos de uno en uno. Se me ocurrió usar el carrito del bebé para trasladarlos a los campos de alrededor, pero salir seis veces con una bolsa verde y pasar por delante de la garita de seguridad llamaría mucho la atención. Le di muchas vueltas al asunto tratando de encontrar la respuesta. Lo mejor haberlos cargado en un coche y llevármelos, pero no sé conducir». Como no encontró la forma de sacarlos del chalé, desistió. Estaba cansado. Aun así se llevó las llaves de la casa por si se le ocurría cómo de deshacerse de ellos, regresar y encargarse de los cuerpos.
– Nunca volvió al domicilio. Con el paso de los días los cadáveres fueron descomponiéndose y a pesar de que los había envuelto dentro de varias bolsas cada uno, los plásticos acabaron explotando. El pestilente olor se extendió y un vecino lo denunció.
Periodista y Graduado en Derecho. Experto en televisión, música y cine. Ha escrito en los principales medios de España y publica en Internet desde 2007.