Siempre surgen recodos en el camino, esquinazos incómodos; encrucijadas que todos, en el devenir de la vida, nos vemos en la tesitura de afrontar. Y si la disyuntiva y la toma de decisiones son consustanciales al ser humano, resultan todavía más conflictivas y determinantes en todo cuanto atañe al hecho artístico. Lo comprendió bien Jorge Hernández Marazuela, aquel 23 de junio de 2018, mientras intentaba paladear las mieles del fin de gira en los camerinos de la sala madrileña Joy Eslava.
Lumínica, el tercer disco, había supuesto su debut para una multinacional, incluía una docena de canciones sólidas y hermosas y obtuvo una acogida muy aceptable entre sus seguidores, tanto los fieles de las primeras hornadas como los de reciente incorporación. Pero las piezas no acababan de encajarle en el rompecabezas de su trayectoria como músico, compositor y cantante. Aquella noche de San Juan, lejos de invadirle la felicidad o el sosiego, sintió un nítido clic interior. Y decidió echar el freno de mano, parar en seco. Reformularlo todo. Reinventarse o, para ser más precisos, revisitarse.
“Había algo que no acababa de funcionar bien dentro de mí”, recapitula ahora Marazu, casi tres años más tarde, con la perspectiva y la serenidad recobradas. “Me sentía descolocado, sin una voz lo suficientemente propia a nivel musical. Necesitaba buscar un estímulo, una motivación; me dedico a cantar y escribir porque nada me hace más feliz que eso, pero esa felicidad se iba poco a poco desvaneciendo”.
Por eso, en la más crítica de las encrucijadas, optó por el camino más sinuoso y repleto de incertidumbres: el de la parada en seco y la desconexión. Marazu prefirió apartarse de la circulación, abandonar la carretera y las actuaciones; encerrarse y confinarse, cuando tales verbos eran voluntarios y desprovistos de una connotación funesta. Marazu necesitaba emprender una nueva etapa y, para oficializar aún más el giro en los acontecimientos, regresó de ese Madrid voraz, hostil y acelerado a las calles de Ávila, aquellas que le habían visto crecer.
Fue una mudanza en todas sus acepciones: geográfica, anímica e incluso sentimental. Porque existe también un importante tránsito afectivo en la vida de Jorge Marazu (ahora, a efectos artísticos, “Marazu” a secas), como podrá comprobar y comprender enseguida cualquiera que se adentre en muchas de sus 11 nuevas composiciones. De hecho, Lumínica y La gran belleza sirven como haz y envés de una misma realidad.
Punta Umbría, abre el nuevo trabajo y marca ya las pautas estilísticas a las que nos enfrentaremos a lo largo de los siguientes tres cuartos de hora. Un sonido rotundo, poderoso, con músculo, muy compacto. Y con briznas de electrónica, aquí y allá, aportando el color, el matiz, el toque distintivo. En todo ello se deja sentir la mano sutil del productor Paco Salazar, que ya había congeniado con Marazu en 2016 con motivo de Infinitos bailes, el álbum de Raphael al que nuestro abulense de 33 años aportó el tema Una vida.
Enclaustrado en el domicilio paterno, “casi como un monje cartujo”, Marazu prefirió desaparecer, hacerse invisible, para enfocar todas sus energías en esas canciones que habrían de reflejar su nuevo estado de ánimo. Entre medias le llamó incluso David San José pidiéndole una canción para su madre, Ana Belén, y tuvo que declinar el ofrecimiento. “Mis dos grandes sueños pendientes son escribir una canción para Ana y otra para Julio Iglesias”, nos desvela, “pero andaba tan ensimismado, tan inmerso en mi propia movida, que me resultó imposible cambiar el chip”. Fue un mano a mano intensísimo entre un autor de corazón malherido y sus musas, siempre traviesas, evanescentes, impredecibles. A la vista del resultado, parece evidente que acabó atrapándolas.
Han sido para Marazu dos años de introspección intensa, de cruda austeridad. Una austeridad autoimpuesta pero también sobrevenida: alejado motu proprio del mundanal ruido, los ingresos cayeron en picado y, con ellos, las salidas y el ocio convencional. Prefirió obviar los ofrecimientos más, digamos, alimenticios e invertir en sí mismo y en su cancionero. En la excitante Años (con esa frase demoledora, “Una de cal y otra de redención”) pervive el latido de aquellos Keane primigenios de Everybody’s changing. El ascendente de los mejores Coldplay asoma en la vigorosa Instinto (“Ser valiente a veces no es lo más inteligente”), un canto de superación y amor propio que se erige en uno de los grandes pilares temáticos de la colección. En Ángeles confluyen un sonido grueso, colindante casi con U2, y el romanticismo melódico de Nino Bravo, una de las eternas debilidades de la casa. El ritmo electrónico de Era para hacerte reír puede servir como guiño a Depeche Mode, mientras que la épica de La gran belleza, el cuidadísimo colofón que da fin al disco –antes de esa propina que es la nueva versión de Miedo, junto a Vanesa Martín–, refrenda que las grandes lecciones aprendidas de los Beatles son y serán siempre impagables.
“Hasta en Canción para Alma, que le escribí a mi sobrina, hay algo de esa manera de transitar por la melodía de George Harrison, con un final de estribillo parecido a Something”, asume Marazu. “De igual manera, el Lennon más experimental, el de Oh my love, puede haberme influido en El ritual, aunque no me haya percatado de ello hasta más tarde”. La gran belleza, bien se ve –y se nota– es obra de gestación prolongada y concienzuda. Pero supone un retrato detallado de Marazu a día de hoy, con su grandeza y talento; también con las cicatrices y las heridas. Y al final, asegura, todo el empeño ha merecido la pena. “Lo que más adoro de escribir canciones”, refrenda, “es terminarlas. Ese momento en que, después de un cigarro, y otro, y otro, exclamas: La tengo, aquí está”. Atrapar canciones para después entregarlas, compartirlas; sin duda, un oficio hermoso.
Periodista y Graduado en Derecho. Experto en televisión, música y cine. Ha escrito en los principales medios de España y publica en Internet desde 2007.